La aurora
Quinto análisis literario, del poeta español más
conocido y leído de todos los tiempos.
Por Fernando Chelle
Hoy
estudiaré, finalizando con los análisis literarios de la poesía de Federico
García Lorca, el texto titulado La aurora, perteneciente al poemario Poeta
en Nueva York (1930).
La
aurora
La
aurora de Nueva York tiene
cuatro
columnas de cieno
y un
huracán de negras palomas
que
chapotean las aguas podridas.
La
aurora de Nueva York gime
por
las inmensas escaleras
buscando
entre las aristas
nardos
de angustia dibujada.
La
aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque
allí no hay mañana ni esperanza posible.
A
veces las monedas en enjambres furiosos
taladran
y devoran abandonados niños.
Los
primeros que salen comprenden con sus huesos
que
no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben
que van al cieno de números y leyes,
a
los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La
luz es sepultada por cadenas y ruidos
en
impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por
los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como
recién salidas de un naufragio de sangre.
El
tema central del poema es la frustración frente a la esperanza que
tradicionalmente ha simbolizado la aurora. Esta es una aurora, si se quiere,
paradójica, no se trata de una luz esperanzadora que llega para terminar con la
oscuridad reinante y es símbolo de vida, de nuevo nacimiento. No, este amanecer
del poema es trágico, desolado, deshumanizado. Este es un texto que, en el
conjunto de la obra, supone un gran acierto poético por parte del autor, porque
rompe con lo convencional. Nueva York aparece en la obra, como ya vimos en
“Vuelta de paseo”, el texto anteriormente analizado, como un infierno creado
por el hombre, una ciudad apocalíptica, hostil, donde la naturaleza esta
aplastada, cercenada, vencida por el mundo industrializado y la sociedad moderna.
Qué importante es entonces que la aurora, símbolo de esperanza en casi todos
los contextos, sea aquí un símbolo de la muerte y la desolación.
Es
un poema que consta de veinte versos, y si bien no está dividido en estrofas,
es un texto que perfectamente podría separarse externamente en cinco conjuntos
de versos, en cinco estrofas de cuatro versos cada una. Seguramente al poeta le
pareció mejor presentar el contenido temático de forma monolítica, para que de
esta manera el poema funcionara como una especie de postal, casi apocalíptica,
del amanecer neoyorquino. No hay rima, son versos blancos, pero de gran
regularidad. La métrica es extraña, y la podríamos dividir en dos partes: una
“irregular”, los ocho primeros versos (con versos de 9, 8, 10, 11, 9, 9, 8 y 9
sílabas), y otra parte regular, la de los doce versos finales (todos de catorce
sílabas - versos alejandrinos divididos en dos hemistiquios).
Internamente,
podríamos dividir el material temático de este poema en tres momentos. El
primero de ellos iría del verso uno al ocho, donde la voz lírica repara en las
características del amanecer neoyorquino, un despertar del día caracterizado
por la degradación, el dolor y la angustia. El segundo momento, también de ocho
versos, es el que ocupa la parte central del poema (verso nueve al dieciséis).
Es un momento que se ocupa de los desdichados habitantes de la ciudad, de su
condición de resignación y desesperanza. Finalmente, el último momento de la
estructura interna del poema, lo componen los cuatro versos finales. Es la
conclusión del texto, donde se conjuga, el trágico amanecer neoyorquino con la
vida de los infelices ciudadanos.
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
Comienza
el poema haciendo referencia a la aurora de la ciudad neoyorquina. Esa palabra,
con que se alude a la luminosidad que indica un nuevo amanecer, se repite, de
forma anafórica, en el primer verso, en el quinto y en el noveno. Esta aurora
del poema, personificada, ya que gime y busca, o sea que tiene voluntad, se le
presenta al lector, de inmediato, como atípica y desconcertante. Porque si
alguien pensaba que el poema iba a transitar por el horizonte de posibilidades
que supone el momento del amanecer (renacimiento, esperanza, vida por conquistar),
expectativa planteada ya desde el título, de inmediato se desengaña con las
imágenes de carácter negativo.
La
primera de esas imágenes son las cuatro columnas de cieno, con las que se
inauguran las adjetivaciones de carácter negativo. Esta, precisamente, es una
adjetivación completamente inesperada, que pertenece a un campo semántico diferente
al sustantivo y tiene como única intencionalidad dotar a esas columnas de un
carácter adverso. Porque las columnas, aparte de ser un símbolo de opulencia,
generan una impresión de poder, de solidez, pero resulta que estas son de
barro, con lo que de inmediato se anula esa tradicional sensación de poderío.
Esta, entonces, es una aurora que se levanta desde el barro, desde la suciedad,
no desde lo sólido ni desde lo luminoso que implicaría el despertar de un nuevo
día. Esas columnas, que por otro lado aluden a la imagen tradicional de los
rascacielos de la gran ciudad, a su verticalidad, son cuatro, como los puntos
cardinales, con lo que parece ser que nada se escapa a la degradación.
Esta
aurora atípica, descompuesta, degradada, se continúa en la imagen de ese
huracán de palomas que chapotean las aguas podridas. Nuevamente vemos como los
elementos utilizados por el poeta no cumplen, en el contexto del texto, con la simbología
que tradicionalmente han tenido. Las palomas habitualmente han sido utilizadas
como un símbolo de paz, de esperanza, incluso de pureza. Pero aquí no se trata
de mansas e inofensivas palomas blancas, sino de oscuras aves que, de forma
hiperbólica, se presentan en un violento huracán, algo que definitivamente no
podemos vincular a lo pacífico, sino a todo lo contrario, un huracán es algo
que arrasa, que destruye, que devasta lo que va tocando. De manera que estas
palomas, en lugar de ser un símbolo de vida, de paz, o de esperanza, son un
símbolo de muerte. Lo mismo sucede con las aguas, están podridas, no tienen
aquí el carácter simbólico de vida o de fertilidad. Nueva York es una ciudad
que está rodeada por agua, pero estas aguas donde chapotean las negras palomas,
son sucias, residuales, impuras. En definitiva, la luz del amanecer
neoyorquino, para poder ingresar a la ciudad, tendrá que lidiar, que filtrarse,
entre los altos rascacielos de cieno y un sombrío y violento vendaval de
palomas negras. En estos primeros cuatro versos, con una gran economía de
recursos, el poeta creo el clima del texto y tiró por la borda la imagen
tradicional que los lectores podían llegar a tener de la aurora. De aquí en más
el lector ya sabe con lo que se puede llegar a encontrar.
La
aurora de Nueva York gime
por
las inmensas escaleras
buscando
entre las aristas
nardos
de angustia dibujada.
En estos cuatro
versos que, como indiqué, podrían haber funcionado como una estrofa
independiente si el poeta así lo hubiera decidido, se continúa reparando en las
características de la aurora neoyorquina, la que vuelve a ser nombrada de forma
anafórica en el poema. Pero, a diferencia de lo que vimos en los primeros
cuatro versos, aquí la aurora se comienza a personificar. Como si se tratara de
un animal doliente, malherido, vemos a la aurora gemir (imagen sinestésica) en
medio de la gran ciudad buscando la belleza de la naturaleza, esa que no podrá
encontrar, porque ha sido avasallada por el mundo industrializado y la sociedad
moderna. Esa nota natural, de llegar a estar, se encontraría en la hermosura y
delicadeza de los nardos, aunque claro, también, de llegar a existir, esas
flores tendrían como marca distintiva la angustia que llevarían dibujada,
porque ese es el sentimiento característico de la naturaleza bajo la opresión
de la gran ciudad. Esta búsqueda desesperada de la aurora me recuerda a la
búsqueda, también infructuosa, de Soledad Montoya, en el Romance de la pena
negra, ese texto del Romancero Gitano que ya he analizado
anteriormente. Esta aurora gime y busca, como Soledad, pero no es una luz de
calabaza como en el texto del Romancero gitano, es una luz que, como
hemos visto, tiene que disputarle la existencia a la sombras, y deambula
gimiendo por la fría geometría de los edificios.
La
aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque
allí no hay mañana ni esperanza posible.
A
veces las monedas en enjambres furiosos
taladran
y devoran abandonados niños.
Vuelve a aparecer, anafóricamente, la aurora. Pero
la voz lírica ya no se detendrá a describir las características del momento del
día, como ya lo hizo, haciendo uso de la prosopopeya, de la personificación.
No, ahora reparará en la recepción que hacen del fenómeno los desdichados
habitantes de la gran ciudad. Se trata de un amanecer de frustración y de
desesperanza. De frustración para la aurora, porque nadie la recibe en su boca
y de desesperanza para los hombres, porque ellos saben que en esa ciudad no hay
mañana ni esperanza posible. La aurora aquí no es esperada por la boca de los
hombres como una comunión, como una luz sacramental, como un símbolo de
salvación, no, la aurora aquí es rechazada, nadie quiere comulgar con ella en
un mundo donde se sabe que no hay esperanza.
El dinero aparece en el poema como si se tratase de
una plaga bíblica. Es algo que está animalizado, que se presenta de forma
violenta, como si fuera un furioso enjambre de abejas, y atenta contra los
niños, contra los más vulnerables e inocentes de la sociedad. El capital aquí
es tan devastador como un enjambre de insectos que taladra, que devora la
inocencia, la vida futura, en definitiva, es una sociedad donde triunfa la
muerte.
Los
primeros que salen comprenden con sus huesos
que
no habrá paraíso ni amores deshojados;
saben
que van al cieno de números y leyes,
a
los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
Comprender algo con los huesos es comprenderlo con
lo más íntimo del ser humano. A su vez es una comprensión que tiene un carácter
casi intuitivo, no es algo racional o lógico, pero es un hecho. Los huesos
indican un sentir certero, como cuando duelen frente a los cambios climáticos.
Así sienten la falta de futuro esos tristes trabajadores neoyorquinos. Saben
que trabajan esclavizados en un sistema que pone por encima el capital a lo
humano. Saben que el dinero es como una plaga devastadora, que no pueden
comulgar con la aurora y que por ende no pueden esperar futuros paraísos, o
futuras ceremonias amatorias, como la de deshojar una margarita. En definitiva,
los habitantes de Nueva York, saben, como ya lo señalé en el estudio de “Vuelta
de paseo”, que esa ciudad es un infierno creado por el hombre. Un barrial
burocrático de números y leyes alejado de la naturaleza y del hombre. Por eso
los juegos estarán despojados de arte (actividad que deriva directamente de la
sensibilidad humana), y los sudores serán sin fruto, metáfora que alude al
trabajo sin recompensa.
La
luz es sepultada por cadenas y ruidos
en
impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por
los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como
recién salidas de un naufragio de sangre.
La aurora, referida ahora de forma metonímica como
“La luz”, es finalmente vencida. Pierde la lucha con la gran ciudad
industrializada y es sepultada, encadenada. Es el triunfo infernal de la oscuridad,
las cadenas y los ruidos, sobre la naturaleza y los hombres. La ciencia sin
raíces, la artificial, la que no está vinculada a la naturaleza ni al servicio
de la humanidad, es la triunfante.
Y así finaliza el poema, mostrando el trágico
despertar de la gran ciudad, donde sus habitantes parecen no haber tenido
descanso, parecen ser zombis sin rumbo. Muertos vivientes que deambulan en
medio de la opresión y la destrucción, situación lastimosa que, tan brillante y
trágicamente ilustra el poeta con la imagen de los versos finales: “Por los
barrios hay gentes que vacilan insomnes /como recién salidas de un naufragio de
sangre”.
En los dos poemas estudiados de Poeta en Nueva
York; “Vuelta de paseo” y “La aurora”, pudimos ver como la naturaleza de la
gran ciudad aparece avasallada y el ser humano oprimido. La metrópolis es vista
como un infierno creado por el hombre, un lugar apocalíptico y hostil. Creo
que, con ambos análisis literarios, otra cosa que hemos podido comprobar es que
no nos enfrentamos a poemas de carácter surrealista. Poeta en Nueva York
es una obra de vanguardia, con imágenes muy audaces, pero todos son textos
controlados por la intelectualidad, no responden nunca a una escritura automática
al margen de preocupaciones estéticas o morales.
Artículo publicado en la Revista digital Vadenuevo https://new.vadenuevo.com.uy. Montevideo, Uruguay.
Ya en aquella época Lirca tenía la sensibilidad de ver a New York de esa manera tan apocalíptica y presagiante ... la capital de un mundo que se está .... gracias por el análisis ...
ResponderEliminar¡Gracias por tu lectura! Un cordial saludo.
EliminarMe encanta Felicidades.
ResponderEliminar¡Gracias Jose! Un saludo cordial.
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