(Un
acercamiento personal a la vida y a la obra del poeta Carlos Martín)
Por:
Fernando Chelle
Después
de todo, mira, no importa, hemos vivido
al
borde cotidiano del asombro,
una
mirada basta, la voz con que te nombro
basta
para olvidar la muerte y el olvido.
Carlos
Martín
La
primera referencia que tuve del poeta Carlos Martín fue en la obra Vivir
para contarla, las memorias (lamentablemente inconclusas) de Gabriel García
Márquez, publicadas en 2002 (Anexo I). Allí el Premio Nobel colombiano se refiere
a la importancia que tuvo Martín en la consolidación de su vocación de
escritor. Nos cuenta que, en el año 1944, Martín ingresó como rector del Liceo
Nacional de Varones de Zipaquirá donde él estudiaba. El tono confesional, claro
y ameno de las memorias garciamarquianas, llevó a que me hiciera una imagen
bastante clara del poeta, que más que poeta, declara García Márquez, parecía un
abogado por su formalidad en el vestir. Lo imaginé caminando, con su bigote
esmeradísimamente recortado y su frente despejada, por los pasillos de aquella
institución. Contagiando a esos muchachos llenos de sueños literarios,
recomendándoles la lectura de Flaubert, de Dumas, de Thomas
Mann. Hablándoles, entre otros muchos temas, de los modernistas americanos y de
la importancia de la figura de Rubén Darío para la poesía de nuestro continente
y de nuestra lengua. Lo cierto es que, más allá de su importantísima obra, a la
que me referiré más adelante, con su ejemplo, Carlos Martín posibilitó que
aquel muchachito flaco y desalineado, que luego llegaría a la cumbre de la
literatura mundial, escribiera su primer reportaje y publicara su primera
creación literaria con el seudónimo de Javier Garcés, un poema titulado
“Canción”.
Luego
de ese primer contacto con la figura de Carlos Martín, he descubierto que son
muy curiosos los elementos fortuitos que me vinculan a su vida y también a su
obra. En Chiquinquirá (lugar donde nació en 1914), conocí al escritor Raúl
Ospina quien, como director de la Fundación Cultural Jetón Ferro, en el año 2008,
apenas unos meses antes de que Martín muriera, le rindió un homenaje, con el
descubrimiento de un busto en el parque que lleva el nombre de otro gran poeta
chiquinquireño, Julio Flórez. Y esto también es muy significativo para mí, en
este hilo de coincidencias literarias, ya que yo tuve el gusto de conocer, en
el municipio de Usiacurí, la casa donde pasó sus últimos días Julio Flórez,
gracias a haber ganado un concurso nacional de ensayos que me llevó hasta allí,
un concurso convocado por “Lit, Asociación de Literatura”, la misma
asociación que hoy me convoca a escribir sobre Carlos Martín. Y ya para salir
de este tejido misterioso, les dejo una última perlita ¿Saben cuál fue el
ensayo con el que gané esa convocatoria?, uno sobre la vida y la obra de
Gabriel García Márquez, con lo que parece que la serpiente se termina mordiendo
la cola. Hay otros elementos que me acercan, o mejor, creo que me emparentan,
con lo que fue la vida de este poeta. Al igual que él, soy un docente de
literatura que ha ejercido en su país y también en un país extranjero, Martín
concretamente lo hizo a partir de 1961, en Holanda, donde ganó por concurso la
cátedra de literatura hispanoamericana de la Universidad de Utrecht, incluso
fue nominado como profesor vitalicio, gracias a un decreto firmado por la reina
Juliana. Al igual que él, he escrito no sólo poesía sino también crítica
literaria, disciplina que he tenido la posibilidad de difundir no sólo a través
de los libros sino también desde un programa literario en una radio
universitaria extranjera, como lo hizo el poeta Carlos Martín durante quince
años en la Radio Nederland. También soy académico de la lengua, como en su día
lo fue Martín, que fue miembro no sólo de la academia de la lengua en Colombia
sino también en Venezuela, país que lo condecoró con la medalla “Lucila
Palacios”. Finalmente, al igual que el gran poeta, he tenido la dicha de haber
recibido algunos premios, recordemos que Martín obtuvo numerosos galardones,
tanto por su obra poética como también ensayística, allí están los premios que
obtuvo con motivo de los 300 años de la muerte de Lope de Vega y del centenario
de Bécquer, el premio de poesía Aurelio Arturo, entre otros. Pero entre los
tantos elementos que me diferencian de Carlos Martín, es que yo, hasta el
momento, no he dirigido ninguna revista literaria, como sí lo hizo el poeta
boyacense, que estuvo al frente de Altiplano y también de la revista Sábado.
Tampoco soy abogado, porque Carlos Martín no sólo parecía un abogado, como nos
contó García Márquez, sino que lo era, lo fue del Ministerio de Educación y también
de la compañía Shell. Pero bueno, la idea de este ensayo no es hablar de mí,
simplemente me pareció importante mostrar los paralelismos de mi vida con la
del poeta chiquinquireño, de manera que la referencia a lo anecdótico de mi persona
sirviera para contar parte de su biografía de forma novedosa. De aquí en más me
centraré únicamente en el poeta Carlos Martín, de quien, además de los méritos
referidos, hay testimonios de que tenía un espíritu festivo y un trato
exquisito con las personas, como parece desprenderse de las palabras del
también abogado y catedrático de origen caldense, Otto Morales Benítez: “Como
persona era un hombre muy grato, tenía un humor suave y fino. Nunca incomodaba
a la gente ni se refería con malos términos, sino que era viendo el lado amable
de la vida”. Esa actitud positiva del poeta fue la que le dio un aire fresco al
grupo literario Piedra y Cielo, del cual fue su miembro más joven, aunque se
cuenta que, paradójicamente, los demás integrantes del grupo le decían “el
viejo”, quizá por su formalidad en el vestir. Entre los poetas más destacados de
ese movimiento lírico bautizado de esa manera por el crítico literario Juan
Lozano, por la cercanía estética que encontraba entre los miembros del grupo
con la poesía de Juan Ramón Jiménez, autor del libro Piedra y Cielo, se
encontraban Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, Jorge Rojas, Antonio
Llanos, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia, Darío Samper y Aurelio Arturo. Se
trató de un grupo que tuvo su presencia literaria dentro de las letras
colombianas, fundamentalmente, entre las décadas del 30 y del 40. El poeta
Carlos Martín, como señalé, fue el más joven del grupo y también el último en dejar
este mundo.
Su
obra poética está compuesta por los siguientes libros: Territorio amoroso
(1939); Travesía terrestre (1943); Es la hora (1973); Epitafio
de Piedra y Cielo y otros poemas (1984); El sonido del hombre
(1986); Hacia el último asombro (1991); Perdurable fulgor (1992);
Habitante de nuevo y viejo mundo (1995) y la obra donde reúne su poesía,
Vida en amor y poesía (1995). Su obra crítica está integrada por: La
sombra de los días (1952); Piedra y Cielo en la poesía hispanoamericana
(1962); América en Rubén Darío (1972); Hispanoamérica, mito y
surrealismo (1986); Tomás Vargas Osorio (1990); Otto Morales
Benítez (1995). En 1993 publicó la traducción, con un prólogo incluido, de El
cementerio marino, la gran obra del poeta francés, Paul Valery.
Sobre Es
la hora (1973) dijo, el poeta, traductor y ensayista ecuatoriano Jorge
Carrera Andrade, “se encuentran los de inspiración americana, en los que hay
versos claves que contienen la verdad de nuestro continente, en sus más claros
atributos: el viento universal, el hemisferio abierto sin color ni fronteras,
la sed de libertad”. Mientras que Vicente Gerbasi, uno de los más destacados
poetas venezolanos del siglo XX, dijo de la poesía del piedracielista: “La
poesía de Carlos Martín parte de lo humano y los elementos reales que emplea
completan mágicamente los irreales, hundiéndose así en los ámbitos del misterio
y del milagro. Logra la corporeidad de lo incorpóreo... Sangre, ojeras, amor:
lo humano, son los tallos alimentando la corola, el color, la medida, el
perfume, la creación. Estos elementos resuelven finalmente su mundo erótico.
Ellos podrían constituir un peligro en una imaginación pobre, pero en Carlos
Martín sirven de impulso y lo colocan en una profunda corriente cósmica, lo
elevan y lo hacen tocar las diferentes zonas del misterio... Este poeta que
sigue las más nuevas corrientes poéticas oye la voz del subconsciente y en su
voluntad creadora, logra darle los más sorprendentes toques y matices”.
Carlos
Martín fue un gran lector, un estudioso profundo de la literatura, cuya obra
está influenciada por múltiples escritores de diferentes épocas. Dentro de los
europeos, por nombrar solo algunos, fue un gran admirador de los poetas
españoles de la Generación del 27, de los franceses Paul Valery y Paul Eluard y
también del checo Reiner Maria Rilke. Dentro de los poetas latinoamericanos
admiró mucho a los chilenos, a Vicente Huidobro y su Creacionismo y a los dos
grandes Pablos, Rokha y Neruda.
Para
cerrar el ensayo, me gustaría despedirme recomendando la lectura de algunos
poemas escogidos del gran poeta boyacense. Dentro de estos textos, que los
podrán leer al final de este estudio (Anexo II), comenzaré por Biografía,
un poema fundamental dentro de su obra, donde la voz poética recorre
líricamente algunos momentos de la existencia. Es un texto que de alguna manera
funciona como una poética, porque resume las características fundamentales de
la concepción de la poesía que tuvo Martín a lo largo de toda su carrera como
poeta. El segundo poema que enumero es Voces de la noche y lo ubico en
un segundo lugar porque de alguna manera está relacionado con el primero. Se
trata de un texto profundamente existencial, donde están presentes algunos de
los temas fundamentales que se encuentran regados a lo largo de su obra como,
por ejemplo, la soledad, el misterio de la vida y la ternura. Continúo la
recomendación poética con tres sonetos que me gustan muchísimo. El primero, Breve
historia, es un texto de profunda estirpe quevediana, le sigue Armando
inútilmente las palabras un poema con toda la levedad y ensoñación de
Gustavo Adolfo Bécquer, y el tercero, La voz sobre el olvido, es un
texto marcado por la ausencia o, si se quiere, por el dolor que genera la
ausencia, otra temática también muy importante dentro de la obra del poeta. El
quinto texto seleccionado es, para mí, el mejor poema de Carlos Martín, se
titula Otoño. Se trata de un texto profundo, reflexivo y a su vez
entusiasta, donde la grandeza del amor, otro tema fundamental, se sobrepone a
la angustia, a las pequeñas muertes cotidianas. Palabras más o palabras menos,
el poeta parece querer decirnos en este bello texto, que sólo el amor basta
para vivir, para ser felices. Cierro esta serie de poemas recomendados,
justamente, con un poema de conclusión, el que lleva por título “Última
lección”, donde con su voz clara y transparente, el poeta reflexiona ante
el inminente final.
(Anexo I)
Fragmento
del capítulo 4 de la autobiografía de Gabriel García Márquez Vivir para
contarla (2002), páginas 223 a 226, de la Primera edición de la Editorial
DEBOLSILLO (noviembre 2004)
(Es un
fragmento, en donde Gabriel García Márquez hace referencia al nuevo rector del
Liceo de Varones de Zipaquirá, y a la importancia que este terminó teniendo en
su formación como escritor).
El
sucesor fue el poeta Carlos Martín, el más joven de los buenos poetas del grupo
Piedra y Cielo, que César del Valle me había ayudado a descubrir en
Barranquilla. Tenía treinta años y tres libros publicados. Yo conocía poemas
suyos, y lo había visto una vez en una librería de Bogotá, pero nunca tuve nada
que decirle ni alguno de sus libros para pedirle la firma. Un lunes apareció
sin anunciarse en el recreo del almuerzo. No lo esperábamos tan pronto. Parecía
más un abogado que un poeta con un vestido de rayas inglesas, la frente
despejada y un bigote lineal con un rigor de forma que se notaba también en su
poesía. Avanzó con sus pasos bien medidos hacia los grupos más cercanos,
apacible y siempre un poco distante, y nos tendió la mano: —Hola, soy Carlos
Martín. Yo estaba en esa época fascinado por las prosas líricas que Eduardo
Carranza publicaba en la sección literaria de El Tiempo y en la revista Sábado.
Me parecía que era un género inspirado en Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez,
de moda entre los poetas jóvenes que aspiraban a borrar del mapa el mito de
Guillermo Valencia. El poeta Jorge Rojas, heredero de una fortuna efímera,
patrocinó con su nombre y su saldo la publicación de unos cuadernillos
originales que despertaron un grande interés en su generación y unificó un
grupo de buenos poetas conocidos. Fue un cambio a fondo de las relaciones
domésticas. La imagen espectral del rector anterior fue reemplazada por una
presencia concreta que conservaba las distancias debidas, pero siempre al
alcance de la mano. Prescindió de la revisión rutinaria de presentación
personal y otras normas ociosas, y a veces conversaba con los alumnos en el
recreo de la noche. El nuevo estilo me puso en mi rumbo. Tal vez Calderón le
había hablado de mí al nuevo rector, pues una de las primeras noches me hizo un
sondeo sesgado sobre mis relaciones con la poesía, y le solté todo lo que
llevaba dentro. Él me preguntó si había leído La experiencia literaria, un
libro muy comentado de don Alfonso Reyes. Le confesé que no, y me lo llevó al
día siguiente. Devoré la mitad por debajo del pupitre en tres clases sucesivas,
y el resto en los recreos del campo de futbol. Me alegró que un ensayista de
tanto prestigio se ocupara de estudiar las canciones de Agustín Lara como si
fueran poemas de Garcilaso, con el pretexto de una frase ingeniosa: «Las
populares canciones de Agustín Lara no son canciones populares». Para mí fue
como encontrar la poesía disuelta en una sopa de la vida diaria. Martín
prescindió del magnífico apartamento de la rectoría. Instaló su oficina de
puertas abiertas en el patio principal, y esto lo acercó más aún a nuestras
tertulias después de la cena. Se instaló para largo tiempo con su esposa y sus
hijos en una casona colonial bien mantenida en una esquina de la plaza
principal, con un estudio de muros cubiertos por todos los libros con que podía
soñar un lector atento a los gustos renovadores de aquellos años. Allí lo
visitaban los fines de semana sus amigos de Bogotá, en especial sus compañeros
de Piedra y Cielo. Un domingo cualquiera tuve que ir a su casa por una
diligencia casual con Guillermo López Guerra, y allí estaban Eduardo Carranza y
Jorge Rojas, las dos estrellas mayores. El rector nos hizo sentar con una seña
rápida para no interrumpir la conversación, y allí estuvimos una media hora sin
entender una palabra, porque discutían sobre un libro de Paul Valéry, del que
no habíamos oído hablar. Había visto a Carranza más de una vez en librerías y
cafés de Bogotá, y habría podido identificarlo sólo por el timbre y la fluidez
de la voz, que se correspondía con su ropa callejera y su modo de ser: un
poeta. A Jorge Rojas, en cambio, no habría podido identificarlo por su atuendo
y su estilo ministeriales, hasta que Carranza se dirigió a él por su nombre. Yo
anhelaba ser testigo de una discusión sobre poesía entre los tres más grandes,
pero no se dio. Al final del tema, el rector me puso la mano en el hombro, y
dijo a sus invitados: —Este es un gran poeta. Lo dijo como una galantería, por
supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos Martín insistió en hacernos una
foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en efecto, pero no tuve más
noticias de ella hasta medio siglo después en su casa de la costa catalana,
donde se retiró a gozar de su buena vejez. El liceo fue sacudido por un viento
renovador. La radio, que sólo usábamos para bailar hombre con hombre, se
convirtió con Carlos Martín en un instrumento de divulgación social, y por
primera vez se escuchaban y se discutían en el patio de recreo los noticieros
de la noche. La actividad cultural aumentó con la creación de un centro
literario y la publicación de un periódico. Cuando hicimos la lista de los
candidatos posibles por sus aficiones literarias bien definidas, su número nos
dio el nombre del grupo: centro literario de los Trece. Nos pareció un golpe de
suerte, además, porque era un desafío a la superstición. La iniciativa fue de
los mismos estudiantes, y consistía sólo en reunirnos una vez a la semana para
hablar de literatura cuando en realidad ya no hacíamos otra cosa en los tiempos
libres, dentro y fuera del liceo. Cada uno llevaba lo suyo, lo leía y lo
sometía al juicio de todos. Asombrado por ese ejemplo, yo contribuía con la
lectura de sonetos que firmaba con el seudónimo de Javier Garcés, que en
realidad no usaba para distinguirme sino para esconderme. Eran simples
ejercicios técnicos sin inspiración ni aspiración, a los que no atribuía ningún
valor poético porque no me salían del alma. Había empezado con imitaciones de
Quevedo, Lope de Vega y aun de García Lorca, cuyos octosílabos eran tan
espontáneos que bastaba con empezar para seguir por inercia. Llegué tan lejos
en esa fiebre de imitación, que me había propuesto la tarea de parodiar en su
orden cada uno de los cuarenta sonetos de Garcilaso de la Vega. Escribía,
además, los que algunos internos me pedían para dárselos como suyos a sus
novias dominicales. Una de ellas, en absoluto secreto, me leyó emocionada los
versos que su pretendiente le dedicó como escritos por él. Carlos Martín nos concedió
un pequeño depósito en el segundo patio del liceo con las ventanas clausuradas
por seguridad. Éramos unos cinco miembros que nos poníamos tareas para la
reunión siguiente. Ninguno de ellos hizo carrera de escritor pero no se trataba
de eso sino de probar las posibilidades de cada quien. Discutíamos las obras de
los otros, y llegábamos a irritarnos tanto como si fueran partidos de futbol.
Un día Ricardo González Ripoll tuvo que salir en medio de un debate, y
sorprendió al rector con la oreja en la puerta para escuchar la discusión. Su
curiosidad era legítima porque no le parecía verosímil que dedicáramos nuestras
horas libres a la literatura.
(Anexo
II)
Selección
poética de Carlos Martín
Biografía
Yo,
decía la espuma con alondras tibias,
veía
deshojarse la rosa blanca del silencio
y con manos de humo cogía uvas en el huerto.
Maduraban
los días y esperaba el secreto de los nidos.
Crecían
las palabras hasta la altura de mi corazón
y reía
sin olvidar la peligrosa edad de las manzanas.
Pero el
inmenso caracol,
donde
golpea la vida con nudillos de sangre
refugió
en el alba
las
primeras palabras de los hombres.
Sabía
del nacimiento de las flores y el vuelo de los pájaros
pero
quise explicarme el llanto de los niños.
Tenía
las manos humedecidas de rocío
pero
quise teñirlas de un silencio de violetas marinas.
Sabía
cómo una piedra rompe el sueño del estanque,
pero
quise despedazar mi sueño con un grito.
Salté
la tapia para esperar la lluvia.
La
vida estaba tendida a lo largo de la calle,
con cabellera
azul y frente de azahar,
pero
también tenía una flor y una sonrisa de luto,
unas
alas tronchadas, unas manchas de sangre.
Aún
siento deseos de cambiar mis nubes por banderas.
Pero
en la vida. Sobre la vida. Contra la vida misma.
El
color de la brisa. El temblor de la lluvia.
La
palabra con tacto. El cuerpo de la música.
La
mujer como un ramo de flores en la arena.
La
tibia ternura de la espuma y los nidos.
El
roce transparente. Los amigos celestes.
La
presencia del viento. El ala del crepúsculo.
La
soledad como una paloma dormida entre mis manos.
¡Ah,
los niños de rocío con hambre!
El
encuentro de los hombres.
El
hallazgo de las flores y las frutas.
El
amor de la tierra, el horizonte y el mar.
Sobre
la arena el viento ha dibujado
una figura
en rosa o nieve.
Un
hombre como un pájaro de siete colores
deshoja
la rosa blanca del silencio
y
rompe nota a nota el caracol marino.
Voces
de la noche
A Roberto García Peña
Inevitable es el tocar ceniza
de nuestra propia muerte
pero el terror, no obstante,
nos permite
gozar aún de ser y de sentir,
de soñar
y de entregar el corazón en
canto a manos llenas.
El viento en soledad nocturna
lleva
ecos de cielo y fragancias de
bosque,
Algo pasa temblando,
algo agita el ramaje de la
noche,
algo como un beso que detiene
la marcha de las estrellas,
señales hay de cimas próximas
donde el alba descubre un
orden mágico.
Una soga invisible tira de mi
corazón
hacia el musgo que sigue
creciendo
hasta cubrir las puertas de la
vida.
Entonces, transparente, la
ternura
refleja en luz distante la
aldea de la infancia,
la sombra adolescente bajo las
ramas altas
de jóvenes manzanos,
la realidad tocando el hombro
del sueño,
los ojos del asombro frente al
mundo.
Entonces, la nostalgia y la
fidelidad de las raíces
ordenan el regreso hacia el
origen,
cuando a la madre se pregunta
qué está haciendo tan sola en
medio del océano,
cuando nos acompañan viajeros
invisibles,
conocidos de otro tiempo,
familiares de faz no borrada
del todo,
amigas definitivamente
ausentes
detrás de un bello resplandor.
Todos, todos amados y soñados
en honda, cotidiana eternidad,
En el silencio entonces arde
un fuego intermitente,
parecido al que alumbra en el
fondo del mar.
Breve
historia
Vuelvo
los ojos a la breve historia
que
alimenta mi sueño todavía,
torre
en la niebla de la lejanía
que
contemplo entre ruinas ilusoria.
No es
justo que sustente la memoria
tan
débilmente lo que fuera un día
tanta
furia de amor, tanta alegría
hoy
convertida en polvo y en escoria.
A
veces, sin embargo ... un latido
de
amor recorre el mundo, si me empeño
vanamente
en huir de aquel olvido.
A
veces, lo sepulto en un pequeño
verso,
pero regresa malherido
cayendo
a tierra y tropezando en sueño.
Armando
inútilmente las palabras
La
vida en horas el jornal me paga;
monedas
hoy que en ilusiones sumo
y que
el ayer va convirtiendo en humo
sobre
el mañana que engañoso halaga.
Presuroso
me abrazo a sombra vaga
y en
lucha diaria y en cuidado sumo,
en
amores y penas me consumo,
sabedor
de que todo al fin naufraga.
Y
sabiendo que el corto viaje encierra
tanta
miseria en mundo tan pequeño,
con
palabras de amor armado en guerra
me
defiendo del tiempo en vano empeño
como
quien se despeña hacia la tierra
del
alto muro de su propio ensueño.
La voz
sobre el olvido
Soy la oscura mitad de tu
existencia.
Fruto de llanto abierto en la
penumbra,
alondra vegetal que se
acostumbra
a la rama con sangre de tu
ausencia.
Sombra de una memoria sin
presencia
bajo la noche que tu llanto
alumbra,
abierto corazón que no
vislumbra
su cielo derrumbado a tu
sentencia.
Colmena de ceniza, dispersado
palomar de la nostalgia, voz
tardía
de nocturno rumor, atribulado
fuego de soledad y de agonía
donde la muerte con su musgo
helado
cubre la rama de la ausencia
fría.
Otoño
Arregla los papeles. Es ya
tiempo. No temas
al rigor del invierno. Aún hay
fuego. Arde
un rescoldo de amor y al
fulgor de la tarde
nacen aún los besos, los
poemas.
al
borde cotidiano del asombro,
una
mirada basta, la voz con que te nombro
basta
para olvidar la muerte y el olvido.
¿Para qué regresar en busca de
la aldea
natal? El tiempo pasa. Si
abres la ventana
de nuevo nace el mundo. Déjame
que te vea
a la orilla del alma, real,
mía, cercana.
Somos hambre, penumbra,
testimonio de seres,
nada nos pertenece, somos
rumor profundo
del prodigio que pasa.
Escúchame, no esperes
nada más. Mira. Ama. Despídete
del mundo.
Última
lección
Es tarde ya para aprender lecciones
sobre este mundo, el más allá,
la vida,
la llegada a la tierra y la
partida,
la sinrazón de sueños y
pasiones.
Tarde para encontrar las
soluciones
al misterio de ser, a la honda
herida
de un delirio de amor, a la perdida
fe en religiones, dioses y
oraciones.
Basta con recordar que el
tiempo es breve
para volver atrás. Cualquier
asunto
sin solución en vida es algo
leve
que poco importa cuando
estamos junto
al yerto abismo, cuando el
hombre debe
empezar a pensar qué es ser
difunto.
[1] Texto ganador del PREMIO
NACIONAL DE ENSAYO LITERARIO, organizado por Lit. Asociación de literatura,
Colombia (julio, 2019)
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