Orillas del Duero
Cuarto análisis literario, de una serie de
seis, del gran poeta del tiempo.
Por Fernando Chelle
De Campos de Castilla (1912), tercer libro
de poesía de Antonio Machado, estudiaré, continuando con los análisis
literarios del poeta del tiempo, el poema CII,
texto titulado “Orillas del Duero”.
CII
Orillas del Duero
humilde,
como el sueño de un bendito,
de un
pobre caminante que durmiera
de
cansancio en un páramo infinito!
como
tosco sayal de campesina,
pradera
de velludo polvoriento
donde
pace la escuálida merina!
de
tierra dura y fría,
donde
apuntan centenos y trigales
que el
pan moreno nos darán un día!
desnudos
y pelados serrijones,
la
tierra de las águilas caudales,
malezas
y jarales,
hierbas
monteses, zarzas y cambrones.
¡Castilla,
tus decrépitas ciudades!
¡La
agria melancolía
que
puebla tus sombrías soledades!
Castilla
del desdén contra la suerte,
Castilla
del dolor y de la guerra,
tierra
inmortal, Castilla de la muerte!
Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
En el cárdeno cielo violeta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
y
correrá mientras las nieves blancas
de
enero el sol de mayo
haga
fluir por hoces y barrancas,
mientras
tengan las sierras su turbante
de
nieve y de tormenta,
y
brille el olifante
del
sol, tras de la nube cenicienta!...
¿Y el
viejo romancero
fue el
sueño de un juglar junto a tu orilla?
¿Acaso
como tú y por siempre, Duero,
irá
corriendo hacia la mar Castilla?
El
tema central del poema lo constituye la descripción del paisaje castellano y la
reflexión sobre la importancia histórica y trascendental del río Duero en la
historia de esa tierra española. La voz lírica es la de un paseante en las
cercanías del río Duero, que repara en la tierra soriana y a su vez reflexiona
sobre la realidad histórica y literaria del lugar. En Campos de Castilla, el paisaje se presenta de forma más objetiva e
independiente del yo lírico, con respecto a los poemas ya analizados,
pertenecientes a las primeras producciones de Antonio Machado, a su etapa
modernista. Aquí, aunque el paisaje exterior en algún momento se confunda con
la interioridad del poeta, lo que encontramos es la expresión emotiva del yo
frente a la naturaleza. El hecho de que la voz lírica le hable al paisaje,
además de ser algo que contribuye a acentuar la sensación de soledad e
intimidad del hombre con el lugar, es una muestra de que lo siente muy cercano.
Desde
el punto de vista formal, este poema es una silva, una composición poética que
consta de un número indeterminado de versos heptasílabos y endecasílabos,
combinados y rimados a criterio del poeta. En este caso, los versos son
cincuenta y dos, están divididos en once estrofas irregulares (siete de cuatro
versos, dos de cinco y dos de seis), y la rima es consonante, fundamentalmente
de forma alternada. Esta sería una “silva grave”, si tomamos en cuenta la
distinción que hizo el filólogo y lingüista español, Tomás Navarro Tomás,
porque en ella predominan los versos endecasílabos, si predominaran los versos
heptasílabos, siguiendo el mismo criterio, la podríamos calificar como “silva
viva”.
Internamente,
el texto presenta dos grandes momentos: el primero va desde la primera estrofa
hasta la sexta, y el segundo, desde la séptima estrofa hasta el final. En el
primer momento, donde predominan las exclamaciones, encontramos la descripción
del paisaje soriano y una reflexión sobre Castilla. A partir de la séptima
estrofa, el yo se va a introducir en el paisaje y se va a desplazar en él. Al
final recién aparecerá el río que le da título al poema, el Duero, y regresan
al texto las reflexiones del yo lírico sobre la realidad histórica y literaria
de ese lugar de España.
Primera estrofa
humilde,
como el sueño de un bendito,
de un
pobre caminante que durmiera
de
cansancio en un páramo infinito!
Comienza el poema con signos de exclamación. Las
tres primeras estrofas, que muestran la efusión lírica del poeta y su arrebato
anímico frente a la primavera, son exclamativas. La repetición enfática de la
palabra “primavera” en el primer verso, deja la sensación de que la estación de
los primeros verdores está por todos los lugares de esa tierra. El adjetivo
“soriana”, es un ancla, que fija la descripción emocionada únicamente en Soria.
Y esto es algo muy importante, porque la primavera es una estación del año, que
parecería no admitir un adjetivo como “humilde”, todo lo contrario, es un
tiempo de exuberancia natural. Pero esta no es cualquier primavera, es la de
una tierra seca, áspera, con poca vegetación, por eso es humilde. El yo lírico machadiano no suele conmoverse, ni
entusiasmarse, con paisajes fértiles y frondosos, es este tipo de primavera, atípica,
lo que parece emocionarlo. Por eso compara la primavera soriana con el
sueño de un bendito, porque lo que se ven en ella son paisajes sencillos,
humildes, paisajes incambiables, incluso, en la estación que todo lo cambia.
Más que una simple comparación, lo que encontramos en el segundo verso es el
comienzo de un símil que se desarrolla en los dos versos finales, donde
comienzan a aparecer esas imágenes que no sugieren otra cosa sino modestia,
humildad y desolación.
¡Campillo
amarillento,
como tosco sayal de campesina,
pradera de velludo polvoriento
donde pace la escuálida merina!
Continúa la exaltación frente a un paisaje que
pareciera no poder ser transformado por la vida, un entorno humilde, que no
aparenta ser merecedor de tanto entusiasmo. El primer verso, compuesto por el
sustantivo en forma de diminutivo “campillo” y el adjetivo que lo acompaña
“amarillento”, podría ser interpretado, en otro contexto, hasta de forma
negativa, peyorativa, pero aquí, es un verso que tiene una connotación
positiva, llena de afectividad. Amarillento, no es un color que solamos asociar
con la primavera y lo cierto es que la renovación de la vida que supone esta
estación del año, no se ve por ningún lado en el paisaje descrito. Este
paisaje, si bien se presenta como algo independiente del poeta, no deja de
estar teñido por su subjetividad. Machado elije exaltarlo
porque lo emociona, y así como hace de Castilla un símbolo de España, hace de
la zona árida y desolada de Soria un símbolo de Castilla, porque en realidad
Soria no es toda Castilla y tampoco Castilla es toda España. El poeta se
vale de comparaciones que incluyen términos comparantes del mismo ambiente que
pretende describir, lo que permite imaginarnos el paisaje. A ese campillo
amarillento, lo compara con un “tosco sayal de campesina”, lo que es casi un
pleonasmo, porque un sayal es algo de por sí tosco, rústico. En el tercer verso
aparece un adjetivo que se siente como más primaveral “pradera”, pero sin
embargo enseguida es opacado, atenuado, por la metáfora “de velludo
polvoriento”, que apunta a mostrar lo mínima que es allí la vegetación. Este es
un paisaje en el que parece faltar la vida, es más, el polvo que cubre esa tela
ordinaria que es el campo, nos sugiere más una desintegración que una
renovación primaveral. Incluso en el último verso, cuando se incluye un ser
vivo “la merina”, se nos dice que es “escuálida”, lo que también, si bien
miramos, está relacionado con el paisaje, porque seguramente poco es lo que
puede pacer el pobre animal en medio de esa aridez.
¡Aquellos
diminutos peguajales
de tierra dura y fría,
donde apuntan centenos y trigales
que el pan moreno nos darán un día!
En los
dos primeros versos siguen acumulándose elementos que parecerían mostrar la
resistencia de esta tierra en generar vida. Aparecen sí los peguajales, pero
son “diminutos”, no vemos en este paisaje primaveral algo pródigo y fértil,
sino una mínima producción, propia de una tierra dura y fría. En lugar de
encontrar un trigal, lo que hay allí son apenas unas plantas creciendo con
dificultad, luchando por sobrevivir. Esos cereales, dice el poeta utilizando un
futuro más cargado de esperanza que de certeza, “darán” un pan moreno, un
sustento humilde, tosco y de poca calidad, como esa naturaleza que tanto lo
emociona. Machado lo que suele mostrar en este tipo de descripciones es la
esencia misma, la sustancia del paisaje. En estos versos
parece no haber tiempo, porque a este lo marcan los verbos y aquí lo que
encontramos son sintagmas nominales sin verbo principal, los pocos que hay
están todos en las subordinadas.
Y otra
vez roca y
roca, pedregales
desnudos y pelados serrijones,
la tierra de las águilas caudales,
malezas y jarales,
hierbas monteses, zarzas y cambrones.
Lo
primero que notamos en esta estrofa es que han desaparecido los signos de
exclamación que caracterizaban a las estrofas anteriores y que contribuían a
expresar la reacción anímica del yo lírico. Aquí, si bien se sigue exaltando al
paisaje, hay como una especie de fatiga del yo al enfrentarse siempre a lo
mismo, quizá por eso eligió no continuar con las exclamaciones. El poeta sigue
enumerando elementos que muestran lo árido y hostil de la tierra soriana, pero
sin comparaciones y de forma mucho más objetiva. La hostilidad del paisaje se
mantiene hasta en la presencia de las aves de rapiña, de las “águilas
caudales”.
Quinta
estrofa
¡Oh tierra ingrata y fuerte, tierra mía!
¡Castilla, tus decrépitas ciudades!
¡La agria melancolía
que puebla tus sombrías soledades!
Los
ocho versos que componen esta estrofa junto con la siguiente son un apóstrofe
lírico, donde el yo deja de hablar de Castilla para hablarle a Castilla. Esta
Soria, generalizada como Castilla, deja de ser un él para convertirse en un tú.
Regresan las exclamaciones al poema para mostrar la afectividad y la
identificación del yo lírico con el lugar. Hay una inmediatez en el discurso,
como si Castilla pudiera escuchar todo eso que le dice. Es una tierra con dos
cualidades inseparables “ingrata y fuerte”, pero incluso, a pesar de esa
ingratitud, que ya pudimos ver en las descripciones de las estrofas anteriores,
provoca una gran pasión en el alma del poeta. Este paisaje es para él lo
esencial de España y lo acepta como es. Es un lugar poblado por una melancolía
que no solo es sentida espiritual sino también físicamente, a eso parece
apuntar la adjetivación en la sinestesia “La agria melancolía”. No se trata de
un entorno consolador, el paisaje es hostil y las ciudades son viejas,
decrépitas. Tan intensa es la melancolía de estas tierras castellanas, que el
poeta se vale de una metonimia y la independiza de la gente, la presenta como
la verdadera pobladora de ese paisaje compuesto de “sombrías soledades”.
Sexta
estrofa
¡Castilla varonil, adusta tierra.
Castilla del desdén contra la suerte,
Castilla del dolor y de la guerra,
tierra inmortal, Castilla de la muerte!
Hay en
esta estrofa una repetición anafórica tendiente a realzar el nombre de
Castilla, donde podemos ver el amor que siente el yo lírico por ese lugar. Una
tierra que aparece personificada con una personalidad seria, ruda, fuerte, e
incambiable, como el carácter español. Una tierra que lucha contra las
dificultades y parece rechazar lo pasajero, lo casual “Castilla del desdén
contra la suerte”. Al espacio físico de esa geografía se le suma ahora la importancia
histórica. Se trata de un lugar cuya esencia está marcada por el dolor, la
guerra y la muerte. Parece paradójico que esta tierra inmortal sea la tierra de
la muerte, pero es que todo lo que Castilla ha forjado, parece decirnos el
poeta, lo ha hecho a través de la guerra y de la muerte, este ha sido su papel
en la historia de España. No hay en la estrofa notas de alegría, de todas
maneras, a pesar de la geografía hostil y una historia de dolor y muerte, el
poeta admira a Castilla y se identifica con ella.
Segundo
momento
Era una tarde, cuando el campo huía
del sol, y en el asombro del planeta,
como un globo morado aparecía
la hermosa luna, amada del poeta.
En el cárdeno cielo violeta
alguna clara estrella fulguraba.
El aire ensombrecido
oreaba mis sienes, y acercaba
el murmullo del agua hasta mi oído.
Entre cerros de plomo y de ceniza
manchados de roídos encinares
y entre calvas roquedas de caliza,
iba a embestir los ocho tajamares
del puente el padre río,
que surca de Castilla el yermo frío.
En el
comienzo del segundo momento del poema se dejan de lado las exclamaciones, hay
un aplacamiento de la efusividad. Es el momento en el que el yo se va a incluir
en el paisaje y se va a desplazar en él. Con la presencia del poeta en el
paisaje se introduce la temporalidad. El momento del día es el favorito de
Antonio Machado, el que prevalece en su obra poética, el de la tarde. Son las
horas de la jornada propicias para la melancolía, donde la plenitud del día ha pasado
y todo va camino al ocaso, a la noche, al fin. Hay en estos versos un retorno a
lo descriptivo, pero esta vez con un tono impresionista. En realidad, lo que se
aleja de la tierra es el sol, pero el poeta describe esa situación a la
inversa, recurre a una animación del paisaje y hace que sea el campo el que
emprende la retirada. Y cuando aparece la luna, es el planeta el que se animiza
y se asombra, ante esa belleza pintada de colores propios del atardecer. Estas
estrofas son de una subjetividad vivencial riquísima. Más allá de que ese
asombro sea el del poeta y él se lo extienda al planeta, hay una descripción
abarcadora de sensaciones, donde se contemplan los diferentes sentidos. Las
sensaciones visuales están en esa magnífica luna, las táctiles, las encontramos
en esas suaves caricias del viento que unifican al poeta con el paisaje,
mientras que las auditivas se aprecian en el suave murmullo del agua. Además de
orear las sienes del poeta, el aire trae el murmullo de un río que aparecerá
recién en las estrofas finales. Esto es una muestra de que el poeta, que se ha
ido trasladando por el paisaje, ya se encuentra más cerca del río Duero. La
utilización de verbos en imperfecto hace que la descripción se haga lenta,
acorde con ese momento del día. La novena estrofa es un extenso hipérbaton muy
expresivo, donde aparecen las notas más duras y ásperas del paisaje. En todos
esos complementos circunstanciales que se encuentran antes del sujeto, que
aparecerá recién en el quinto verso, se muestra el ambiente difícil por donde
el río pasa. La repetición de la preposición “entre” nos da la sensación de que
el río tiene que abrirse paso por una tierra hostil. Porque, por ejemplo, el
plomo y la ceniza que caracterizan a los cerros puede aludir tanto a su
coloración como a la falta de vida. Vemos que las encinas van disminuyendo de a
poco, esto está expresado de forma magistral con ese adjetivo metafórico
impresionista, con que el poeta se refiere a los encinares, “roídos”. En este
contexto el río aparece prácticamente mitificado, humanizado con el adjetivo
“padre”, es el generador, el protector de ese yermo frío, de esa tierra estéril
castellana.
Estrofas:
décima y decimoprimera
¡Oh Duero, tu agua corre
y correrá mientras las nieves blancas
de enero el sol de mayo
haga fluir por hoces y barrancas,
mientras tengan las sierras su turbante
de nieve y de tormenta,
y brille el olifante
del sol, tras de la nube cenicienta!...
¿Y el viejo romancero
fue el sueño de un juglar junto a tu
orilla?
¿Acaso como tú y por siempre, Duero,
irá corriendo hacia la mar Castilla?
Al
aparecer el río sube nuevamente el tono en el poema y retornan las
exclamaciones. Vemos como el yo lírico, que había calificado al río como
“padre”, ahora le habla directamente como si se tratase de un ser superior. La
sintaxis en la décima estrofa tiene una fluidez semejante a la de esas aguas
que corren y correrán por siempre. Los cuatro primeros versos están
encabalgados, y la alternancia de versos cortos y largos también es un aspecto
que contribuye con esa sensación del fluir sinuoso de las aguas. Todos los
elementos del planeta, ese mismo que se asombra con la belleza de la luna, son
funcionales y colaboradores para que el paisaje sea. El sol es quien derrite la
nieve, y esta a su vez se convierte en agua que alimenta un río que fluirá por
siempre. Hay dos metáforas épicas e históricas, “turbante” y “olifante”. El
turbante, esa prenda que sin dudas hace referencia a la presencia histórica de
los moros por esas tierras, es algo que contribuye a fundir lo espacial con lo
temporal. Y la metáfora cinestésica del olifante, aparte de tener connotaciones
históricas, nos recuerda el poema épico del Cantar de Roldan. La décima estrofa
es la que abona el terreno para las preguntas de la estrofa final. El poeta nos
llevó a un territorio legendario y épico para terminar sugiriendo con sus
preguntas, que fue ese paisaje, con sus características, el verdadero autor del
romancero, el generador de la poesía española más representativa, porque fue en
sus orillas donde tuvo lugar el sueño del juglar. El poema se cierra con un clima de intimidad,
donde el río parece guardar el secreto de la identidad de Castilla. El destino
de esta zona de España ha sido ser dueña de un imperio ultramarino, y el río
Duero, símbolo del lugar, corre hacia el mar, como lo ha hecho Castilla en su
historia de conquista.
Artículo publicado en la Revista digital Vadenuevo https://new.vadenuevo.com.uy. Montevideo, Uruguay.
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