Después
de una semana gris de lluvias permanentes, el sol había dado tregua en el
pequeño pueblo de Palmar. Los habitantes, llevados por el entusiasmo que les
provocaba ver nuevamente el cielo despejado, salieron de sus casas, así como
salen las avispas del camoatí cuando sienten la presencia del humo. Los niños
en la plaza principal se habían juntado para jugar a policías y ladrones. Hasta
allí, con la intención de sumarse al grupo, llegó Cándido, un niño de seis
años, único hijo de los Causa, una familia que por esos días se había instalado
en el vecindario. Cargaba un revólver plástico que alguna vez había lucido
plateado y con buena empuñadura, pero que en ese momento estaba destrozado. El
hecho de que el joven Cándido fuera nuevo en el barrio, un tanto más pequeño
que los demás y que portara aquel pedazo de plástico con que pretendía
incorporarse al grupo, fueron factores suficientes, para que los demás niños no
sólo no lo dejaran jugar, sino para que lo expulsaran de la plaza. “Vete a
jugar a las muñecas”, fue lo último que escuchó que le gritó El Varón, el líder
de los niños de la zona, cuando cabizbajo se retiraba del lugar. Pronto pareció
olvidarse del mal momento, la fantástica edad de todos los posibles que estaba
viviendo lo sumergió en un enfrentamiento solitario, donde pudo dar de baja a
varios terminators de mercurio que se escondían entre los árboles del jardín de
su casa. Seguramente los podría haber matado a todos, si no hubiera tenido que
interrumpir el imaginario combate por la llegada de su tío Pangloss. Corrió a abrazarlo
y, como de costumbre, lo primero que le preguntó fue si le había traído algún
regalo. Sonriente por la inocencia y espontaneidad de su sobrino, Pangloss le
contestó que sí, pero que le diera tiempo a llegar y a ponerse cómodo, que más
tarde le iba a dar algo que traía en la mochila para él, y que estaba seguro de
que le iba a encantar.
Al
igual que el resto de los habitantes del pueblo, los Causa optaron por el aire
libre, cansados de tantos días de encierro, decidieron instalarse en el patio
de la casa, hacer un asado, conversar y tomarse algunas cervezas. El pequeño
Cándido, en cambio, optó por mirar “Terminator 2”, por enésima vez, en el
televisor de la sala. No necesitaba estar pendiente de la pantalla, sabía de
memoria lo que ocurría en cada escena, de manera que mientras escuchaba el
audio de la película, jugaba a que limpiaba aquel revólver otrora plateado y
con todas sus partes. En determinado momento volteó la cabeza, y su mirada se
quedó congelada en la mochila de Pangloss, que colgaba de una de las sillas de
la sala. Sabía que debía esperar por su regalo, intuía que era incorrecto abrir
la mochila y sacarlo por su cuenta, pero la curiosidad fue más fuerte. Sin
bajar el volumen de la película, caminó despacio hasta la ventana, desde donde
pudo ver a sus padres como conversaban y reían con su tío, en una sombra del
patio. Regresó hasta la mochila y la abrió. Sin dejar de mirar en la dirección
que llevaba al patio, fue sacando con cuidado lo que había en el interior.
Primero, unos libros, después, un paquete de cigarrillos, dos bolsas con un
polvo blanco, hasta que finalmente, sus manos tomaron posesión y sus ojos
pudieron ver, el objeto más hermoso, superior a todos los que él había soñado y
a cuantos había visto entre los niños de la plaza. Era un Colt Anaconda 44
Magnum, un revólver capaz de volarle los sesos a una persona de un sólo
disparo, según Harry el Sucio. Allí lo
tenía él, pesado, plateado como un pez y luminoso como aquel día. Asombrado, lo
observó detenidamente, intentó introducir sus pequeños dedos en la boca del
cañón, lo manipuló hasta quitarle el retén del tambor que estaba vacío, e
imitando lo que había visto en muchas películas, lo hizo girar, lo volvió a
cerrar y disparó. Entusiasmado, volvió a la mochila, donde finalmente encontró
la caja con las balas. Allí mismo, olvidado por completo que sus padres y su
tío estaban en el patio, volteó la caja y dejó que cayeran los numerosos
proyectiles en el piso. Abrió nuevamente el tambor del revólver, introdujo una
bala, lo hizo girar, y finalmente lo cerró con un golpe seco. Antes de salir rumbo a la plaza, ahora
convencido de que no sólo lo iban a dejar jugar, sino de que iba a ser la
envidia de todos por el arma que tenía, echó en el bolsillo de su pantalón un
puñado de aquellas balas que estaban regadas en el piso. Primero salió al patio,
eufórico por la alegría, y vio cómo mientras su tío Pangloss conversaba muy
entretenidamente con su padre, su mamá se encontraba preparando una ensalada.
Caminó despacio, hasta estar justo atrás de su progenitora, entonces,
apoyándole el cañón del revolver un poco más arriba de la cintura, en la
columna vertebral, a la altura del hermanito que pronto llegaría, le ordenó
“arriba las manos”. A la primera orden la mamá no reaccionó, pero a la segunda,
que agregaba “arriba las manos o disparo”, la joven mujer, sin voltear a mirar
a su hijo, le dijo amablemente que ahora no podía jugar. Eso no pareció
importarle al niño, él ya estaba jugando, con la complicidad de su madre o no,
lo seguiría haciendo. Entonces apretó el gatillo, pero sólo se escuchó el golpe
seco del martillo. Con el arma en alto, se dirigió hasta donde estaba su tío
conversando con su padre y le agradeció por el regalo, le dijo que era el mejor
tío del mundo, pero como aquellos hombres conversaban tan ensimismados apenas
repararon en las palabras del niño, y el padre, sólo cuando vio a Cándido salir
de la casa, atinó a decirle que no se fuera lejos porque ya estaban por
almorzar.
En
la plaza, ya no estaba El Varón, ni ninguno de aquellos niños que jugaban a
policías y ladrones. Sólo un grupo de niñas saltaban a la cuerda y una mamá
hamacaba a su bebé. Con el revólver a la altura del hombro, apuntando al cielo,
Cándido caminó hacia donde estaban las niñas. Les preguntó por los demás, pero
no supieron responderle con certeza, le dijeron que seguramente se habían ido a
almorzar o a jugar a las maquinitas. Entonces fue cuando pensó que quizá podría
quedarse un rato saltando a la cuerda, total, pronto tendría que regresar a
almorzar, pero cuando se lo propuso a las niñas, estas no se lo permitieron. Una
de ellas, con una sonrisa burlona, le dijo: “este es un juego de mujeres, con
razón los varones te enviaron a jugar con las muñecas”. Cándido no le dio mayor
importancia, estaba encantado con su revólver. Dio la vuelta, caminó unos pasos
hasta donde estaba el subibaja, se arrodilló en la arena para apoyar el arma en
el hierro que sostenía la tabla del juego, y desde allí apuntó por unos
segundos al grupo de niñas, hasta que finalmente, disparó. Fascinado por el giro del tambor, por el
sonido metálico tan parecido al de las películas, bajó el arma suavemente sin
dejar de mirar hacia donde había disparado, luego, dando una vuelta un tanto
histriónica, abandonó el lugar y se encaminó hacia el salón de maquinitas.
Pangloss corrió con la fortuna de sentir
necesidad de fumar, antes de que a su hermana o a su cuñado se les ocurriera
entrar a la casa. Cuando llegó a la sala encontró en el piso los libros, los
cigarrillos, y las dos bolsas de cocaína. Metió todo lo más rápido que pudo
nuevamente en la mochila y, solo entonces, cuando comenzaba a recobrar un tanto
la tranquilidad, ya que estaba seguro de que el contenido de las bolsas no era
significativo para su pequeño sobrino, vio las balas desparramadas al lado de
la caja que alguna vez las había contenido. Esto le provocó un escalofrío, en
un momento su mente asoció que el revólver no estaba entre las cosas del piso y
que por algo la caja de las balas había sido abierta. Volvió nuevamente a abrir
la mochila, nervioso y sin esperanzas, y pudo corroborar la falta del Colt 44.
Aterrado por lo que pudiera suceder con su sobrino, guardó en la habitación de
huéspedes en un sitio seguro la mochila, y volvió con la noticia hasta el patio
donde se encontraban disfrutando del día su hermana y su cuñado.
Ni el Varón, ni ninguno de los otros niños se
encontraban en el salón de maquinitas. De todas maneras, el joven Cándido, revólver
en mano, entró al lugar y avanzó por el salón principal esquivando a algunos
pocos clientes que jugaban al pool y al futbolito. Cuando llegó a la zona de
maquinitas y flippers, se encaminó hacia donde estaba su preferido, el de
Terminator 2. Apoyó el revólver en el vidrio del tablero, y sacó de su
bolsillo, junto con unas monedas, una nueva bala, que no demoró en introducir
en el arma. Perdió rápidamente todas las bolas del juego. Hubiera querido
seguir jugando, pero la presión malgeniada de unos adolescentes que esperaban
turno hizo que se sintiera intimidado y se alejó de la máquina. Cuando los
jóvenes ya se encontraban abstraídos en el juego, echó mano al revólver que
estaba sujeto por el elástico del pantalón, y les apuntó. Fue moviendo
lentamente la dirección del cañón de una nuca a la otra, hasta que se decidió
por la de un joven de cabello rapado, entonces, disparó. Felizmente el único estampido que resonó en el
salón de juegos fue el de una bola del flipper que revotó contra uno de los
elásticos, de manera que aquellos muchachos continuaron su partida con la
felicidad que les otorgaba conjuntamente el juego y la ignorancia. Antes de
abandonar aquel lugar que ya estaba quedando prácticamente vacío, el joven Cándido
introdujo en el revólver las tres balas que restaban para llenar el tambor.
Las calles de Palmar en aquel mediodía soleado
estaban prácticamente vacías, por lo que desde lejos los Causa pudieron
identificar a Cándido que volvía por la avenida principal con el arma en la
mano. No respetaron el semáforo y casi provocaron un accidente con una moto que
pasaba, pero lograron llegar rápidamente en el auto hasta donde estaba el niño.
Causa manejaba el vehículo, su mujer, embarazada, en una crisis de nervios,
ocupaba el puesto del acompañante. Pangloss, que venía en el asiento trasero,
fue el que descendió a toda prisa en busca de su sobrino. Al joven se le
iluminó la cara de alegría al ver a su tío, pero en un segundo, cambió el
gesto, le apuntó, y diciendo “hasta la vista baby”, disparó.